OPINIÓN – Pablo Olivera Da Silva
Cuando uno intenta analizar la realidad política con categorías tradicionales, resulta casi obvio que nunca las cosas encajan de manera exacta, de manual. Muchas veces recurrimos a metáforas o alegorías para explicar lo que percibimos o intuimos de nuestro entorno. Y más allá de las interpretaciones que podamos aportar a nuestro caótico presente político, nadie logra definir del todo qué sucede con este peronismo del Siglo XXI y de la incierta consolidación del frente no peronista.
En la política doméstica, nunca dejan de repetirse los mismos conceptos y/o trampas políticas. Pareciera que la Argentina vive en un péndulo permanente que repite como un “corsi e ricorsi” -como solía explicar el devenir histórico el filósofo italiano Giambattista Vicco-, el eterno debate entre dos construcciones políticas aparentemente antagónicas, que impiden ver la luz al final del túnel, estrellándonos repetidas veces contra nuestra propio frontón del fracaso.
Les propongo entonces pensar un concepto que hizo famoso el sociólogo Pierre Bourdieu hacia finales del siglo XX, reinterpretando a Aristóteles: el habitus.
El habitus, según Bourdieu, es un conjunto de características que comparten un grupo de personas asociadas a un entorno social homogéneo. Habla de esquemas mentales, acciones cotidianas, formas de ser y actuar que definen el sentir y le dan un lifestyle a un determinado grupo social.
El concepto de habitus,
“permite articular lo individual y lo social,
las estructuras internas de la subjetividad
y las estructuras sociales externas…”
Alicia Gutiérrez en “Las Prácticas Sociales” (2002) donde analiza a Bourdieu.
Es decir que no hay un comportamiento disociado entre lo que cada individuo experimenta en su interior con las prácticas que desenvuelve colectivamente con otros con quienes comparte su vida, hasta las cosas que les resultan simbólicamente convocantes o identitarias. No es que haya una bajada de línea, sino que recíprocamente, estos grupos construyen con cada elemento que comparten, una identidad colectiva.
Y aquí comienza a tallar la imaginación para acercarnos ejemplos que bien pueden ayudarnos a entender esta idea de construcción colectiva asociada a atributos en común. Cada uno verá qué habitus extracta de cada grupo o colectivo social. Por lo pronto, interesa aquí saber si es posible que ciertas características disfuncionales de la personalidad, más bien negativas, pueden ser parte convocante para construir un habitus identitario de una facción política, o al menos de su dirigencia.
Suena polémico pensar en este tipo de asociaciones pero para eso estamos, para pensar y deconstruir el presente político de tal manera que nos permita entender por qué esta sociedad está tan crispada, agrietada, enemistada y lanzada a una dinámica centrífuga que hace peligrar cualquier entendimiento y la idea fundamental de la política: construir consensos a partir de entender al otro para ordenar el hormiguero de manera justa y con la mayor equidad posible.
Así es como traigo a esta nota una asociación particularmente negativa, vinculada a la psicología que se ocupa de identificar y dar herramientas para combatir a los abusadores sociópatas, o a los narcisistas que van por el mundo haciendo daño a su paso, con una capacidad impresionante para deslumbrar con sus egos y encanto carismático. A veces no hay nada de eso, es simplemente una sobreestimación que deja en ridículo a estos personajes complicados del género humano que juegan a ser superhéroes megalómanos que, en ocasiones, se llevan por delante las vidas de sus víctimas.
¿Existe un vínculo patológico entre el poder y el abuso?
Para intentar explicar esta relación que bien podría ser parte de un habitus operacional de una facción política, me animaré a traer el término conocido como “gaslighting”, una forma de manipulación psicológica en la que el abusador propicia en la víctima la culpa, la autocensura, la duda y hasta el cuestionamiento de la realidad misma y el criterio racional para entender lo que le sucede.
Podemos listar una muy larga secuencia de declaraciones mediáticas de los principales referentes del gobierno nacional en las distintas posiciones de poder que hoy detentan, echándoles la culpa a la oposición y a la ciudadanía que representa, de ser irresponsables y atentar contra la salud de los argentinos, durante esta larguísima “no cuarentena” o cuarentena con confinamiento selectivo y actividades invisibilizadas. Hoy queda claro que no hay una causalidad directa en el impacto de la expansión de contagios si hay manifestaciones públicas como las impulsadas por un sector de la ciudadanía como las desarrolladas en las últimas fechas patrias o diversos eventos, incluyendo velorios, inauguraciones y actos de todo tipo.
Existen estudios científicos al respecto, más concretamente con lo ocurrido en Estados Unidos y las movilizaciones del Black Lives Matter, que echan por tierra cualquier intento de vincular la expansión de los contagios con marchas al aire libre (no en pasillos o sin distancia social, mucho menos, sin tapabocas).
Asimismo, en todo el planeta están publicándose informes y notas, además de los cambios de criterio sobre las restricciones aplicadas a la educación presencial de los niños que confrontan directamente con la praxis elegida por el oficialismo para negar toda revinculación de los niños con la escuela. Todos los que osan desafiar esta decisión, acompañada por los gremios docentes, son pasibles de ser atacados desde todas las dimensiones del gaslighting que enunciaremos en esta nota.
Resulta una clara acusación maniquea, entre tantas otras que escuchamos casi a diario, que se impulsa desde el oficialismo hacia una importante porción de la ciudadanía que está demandando una rectificación del curso de decisiones políticas que se han venido tomando contra el coronavirus desde febrero de 2020 a la fecha, fundamentalmente porque hay sobrados argumentos para justificar una revisión sobre ciertas decisiones y resultados de la praxis sanitaria y política elegida, como las remarcadas por The Hasting Center. Las consecuencias las veremos con toda extensión en no mucho tiempo más.
Estas acusaciones bien podrían estar comprendidas dentro de una típica acción psicológica de gaslighting que propicie un victimario a una víctima de abuso en cualquier circunstancia de vida que tomemos como ejemplo de estas relaciones tóxicas. Veamos entonces ocho puntos que ayudan a comprender este término acuñado a partir de una obra de teatro (llevada a la gran pantalla desde Hollywood con Ingrid Bergman en 1944: “Gaslight” o luz de gas) y que podrían trasladarse al accionar político:
1 – El abusador hace que la víctima se cuestione su propia memoria:
«Nunca dije eso. Eso es un invento».
“No hay cuarentena”.
“Yo no miento”.
2 – Se focaliza en invalidar el enfado que despierta en su víctima:
«Estás muy sensible».
«No te podés enojar por eso».
“Están confundidos”.
3 – Intenta invertir la posición de victimario a víctima:
«Les llenaron la cabeza».
«Hacemos un esfuerzo por ellos y así nos tratan».
“Están llenos de odio, son odiadotes seriales”.
4 – Busca anular e invisibilizar a la víctima negando su presencia o existencia, o ignorando por completo lo sucedido en cuanto a situaciones donde la falta de empatía y humanidad no dejan lugar al silencio:
“No está presente, diputado”.
“Desconozco el caso Solange”.
“El papá de Abigail caminó apenas unos metros”.
5 – La víctima comienza a autocensurarse. Cambia su respuesta ante cada situación de abuso sutil que recibe a diario. Comienza a cuidar cada palabra para no ofender porque siente culpa y muta su discurso en uno “políticamente correcto”, sin poder canalizar lo que siente o le sucede en realidad.
6 – El discurso del abusador es contradictorio. Está disociado de lo que hace generando dudas acerca de lo que dice, obligando a la víctima a intentar establecer puntos de contacto con sus recuerdos ya que sobrevuela la sensación de estar perdiendo noción de la realidad. La mentira es su práctica más corriente incluso en lapsos muy cortos de tiempo.
«No sé cómo me contagié».
«Exportar más es clave para obtener las divisas necesarias para financiar el crecimiento económico, la suba del salario real y la baja de la pobreza y la desigualdad».
7 – El abusador intenta asignar culpas a la víctima sobre sus acciones y elecciones de vida. Esta característica expresa la búsqueda de la culpa de clase social o colectivo, calificando, en el caso de análisis, a la libertad como individualista y por lo tanto, negativa.
«Salir a correr es egoísta».
8 – La generación de culpa utilizada como abuso sutil provoca un sentimiento de duda acerca de lo que se piensa y la víctima acosada comienza a pedir perdón ante cada situación. Se torna insegura de sus actos y comienza a callar cada instancia nueva de abuso que sufre.
El gaslighting político podría ser una constante observable en relaciones de poder, ya que hablamos de acciones o características de personajes típicamente calificados como abusadores narcisistas, ¡y vaya que la política mundial está plagada de estos personajes tóxicos!
Si el gaslighting político es parte del habitus de un colectivo político es lo que resulta preocupante. Fundamentalmente, porque hace en extremo difícil la negociación política, la búsqueda de consensos y el trabajo duro que implica gestionar momentos tan difíciles como los que estamos atravesando. Induce al error y coloca a las emociones en el centro de la discusión política, sumando más energía negativa que positiva para discutir sobre las soluciones a los problemas cotidianos. Potencia los extremos polarizantes y anula el centro donde la discusión política intente establecer un punto de negociación en base a coincidencias.
Frente al abuso, verdades.
A un abusador serial se lo combate desnudando sus operaciones, sus mentiras cotidianas, sus falacias discursivas y sus construcciones odiosas sobre facciones políticas que intenta crispar y enfrentar desde el odio. Es notorio que todas estas características psicológicas tengan cierta correspondencia con la construcción política y discursiva del populismo, del autoritarismo o de los totalitarismos, como lo han demostrado autócratas o dictadores a lo largo de la historia de la Humanidad. Pero, la solución que argumentan desde la psicología para combatir a este tipo de relaciones tóxicas no podría funcionar cuando lo que se tiene enfrente es a un colectivo apoyado legítimamente por una porción mayoritaria de la ciudadanía que puede hasta ser víctima de esta realidad tan perversa y, además, tiene la posibilidad de imponer la agenda mediática.
¿Qué podemos hacer como ciudadanos de a pie? Podemos trabajar en dominar la crispación que despiertan con su manipulación y mentiras para no caer en la desesperación, haciendo un trabajo arduo pero indispensable en el que la búsqueda de la verdad se fundamente en la evidencia: datos, hechos incuestionables o la misma realidad que los obligue a asumir su responsabilidad sobre los hechos que desencadenaron sus propias decisiones políticas. Lo que no debemos permitir es ingresar en la fase de la espiral del silencio en la que la facción dominante acalla a una minoría por hegemonía discursiva.
Cuando entendamos que no callar frente al engaño es parte del proceso de construcción de una democracia y que ésta precisa de un compromiso más potente para identificar a los mejores candidatos a cargar con la responsabilidad de representar los intereses de todos, podremos ver una depuración de la política por las propias exigencias de una ciudadanía persuadida de que el camino de la división y el odio sólo llevan a la destrucción de cualquier proyecto de nación que se intente.
Cuando rechacemos que un presidente pueda decir que hay buenos y malos ciudadanos, dirigiéndose a su propia facción política y socios corporativos; cuando la virtud llegue a la máxima magistratura, entendiendo por esto, la capacidad del líder de identificar con prudencia y templanza qué curso de acción es el mejor para tomar, aunque sea difícil de realizar, pero con la convicción de buscar consensos en el disenso, podremos decir que el riesgo de la grieta pasó a una instancia de construcción colectiva con adversarios y ya no más con enemigos.